La arquitectura en México durante las últimas décadas del siglo XIX y principios del XX se basaba en la que producían países como Francia. Inglaterra y los Estados Unidos. No solamente se tomaban como lineamientos los establecidos por las escuelas europeas y norteamericanas sino que, para hacer efectiva su aplicación, se importaban en muchos casos, tanto los mismos arquitectos como los proyectos y materiales. Esto sucedió en el caso de construcciones públicas como el Palacio de Bellas Artes, el Palacio de Correos y el Palacio se Justicia para los cuales se contrataron arquitectos franceses e italianos; el mármol para Bellas Artes fue traído de Carrara y la herrería se realizó en talleres florentinos.
En otros casos, arquitectos mexicanos que habían realizado sus estudios en París, como Antonio Rivas Mercado y otros más, avalados por Cavalieri, en San Carlos, como Manuel Cortina García, J.G. de la Lama, Gorospe, Emilio Dondé, José Hilario Elguero, fueron los encargados de iluminar a la nueva burguesía, e instruirla en cuestiones de "estética y elegancia", gracias a lo cual las construcciones gubernamentales no fueron las únicas dotadas del encanto de la Escuela de Bellas Artes. Hubo pues en México quien se encargó de la producción de arquitectura domestica, alimentada del modelo europeo, como podemos constatar en el entonces fraccionamiento de moda, la colonia Juárez.
Los valores que manifiesta esta arquitectura son esencialmente de carácter ecléctico e historicista, aunado a la tendencia racionalista presente en estos movimientos.
En Europa, el eclecticismo se había constituido en la tendencia dominante desde la segunda mitad del siglo XIX, como culminación de una amplia experiencia historicista que abarcaba casi un siglo. Se mantenía una nueva actitud: sin abandonar el interés por las diferentes etapas históricas y los monumentos antiguos, los partidarios del eclecticismo optaron por otra posibilidad, es decir, por no tratar de obtener de ellos reglas absolutas para todo tiempo sino hacer libre uso de las formas.
Se opuso entonces, al dogma de imitación de los antiguos, el principio de libre combinatoria. Esta posición se apoyaba en una postura filosófica que consideraba como trascendentales afirmaciones de otros momentos históricos y proponía valorarlas para integrar un nuevo cuerpo doctrinal.
Así, los arquitectos extraían de los diferentes estilos a través del tiempo, lo que consideraban útil, ornamental y estético para realizar nuevos edificios; suponiendo que la elección de este repertorio se hacia según el carácter, propósito e importancia de la obra y de acuerdo a su peculiar temperamento y forma de pensar.
Este planteamiento respondía, por otra parte, a una preocupación de tipo racionalista. El libre uso de las formas y elementos implicaba, a su vez, un compromiso: satisfacer las nuevas necesidades propias del momento que se vivía así como hacer un uso racional.
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